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Irinéo González

El Sueño de Aurelio (o La Olvidada) / Lluvia / El niño y la luna


 

Irinéo González es parte de un sueño. Pudo soñarse en cualquier lugar y en cualquier época, sin embargo, por comodidad, diremos que nació una tarde de enero en los 90’s, en el norte. Criado en el frío, escribe y relata sus sueños y pesadillas. Constantemente revisa sus favoritos de Borges, los microcosmos de Kafka y las fantasías de Poe. Prefiere el color anaranjado y no tiene buena memoria; cree que las descripciones de personas basadas en números y hechos objetivos, no dicen nada a cerca de un ente de su clase.


 

El Sueño de Aurelio (o La Olvidada)

A Tamia Daniela Maldonado Torres



Lucila había dejado la casa hace años. En realidad, eran dos años, cuatro meses, siete días y la tarde de ese miércoles siete de agosto. Para simplificar esos cálculos enfermizos, Aurelio había preferido decir, o si quiera evitar decir, que su mujer se había ido hace ya algún tiempo. Aquella tarde llovía un poco y el sonido de la lluvia ya lo había despertado.


Al principio de la partida, Aurelio Almeida se había sentido tranquilo; es verdad que los días anteriores a que Lucila se fuera, había preparado -“en lo que cabe”- su espíritu para aquella noche, o madrugada en la que ella se fue, pero había pasado el tiempo y sobrellevar aquella ausencia, en las mañanas sobre todo, había ido complicándose considerablemente. No era tan raro ese sentimiento, algún familiar cercano le había dicho que cometió el error de andar con una mujer el tiempo necesario para enamorarse. Con gracia recordaba que en ese instante no comprendió el reproche aún con un reloj en sus manos.


A aquel hombre no le hacía falta el dinero, vivía modestamente en una humilde casa naranja entre La Quinta y Alberto Redondo, cerca de una iglesia con algún acabado gótico. Su alcoba era azul y la repisa de libros (algunos aún pendientes) le parecía que se iban a caer. Si trabajaba era de puro afán, porque como ya he dicho, el dinero y su posición se favorecieron años atrás por un negocio con un viejo conocido y por el dinero que le enviaban sus papás desde Capital para que nos los olvidase.


La inusual tranquilidad de la despedida le había durado muy poco, tanto así, que las semanas siguientes se convirtieron en abrumadora tristeza con alguna que otra pausa de desesperación. Transcurridos un par de meses, su carácter, que se había distinguido por ser noble y tranquilo, se fue tornando impaciente y algo violento; veía poco a sus amistades y comía con desdén, se le veía caminar con cierto pesar en su rostro pero con rapidez, se cansaba pronto, además de que empezó a tener problemas al dormir (este último síntoma era el que más le afectaba).


No mucho después de la partida de Lucila, Aurelio había soñado con ella casi todas las noches de las primeras semanas desde la despedida; inclusive un día, por teléfono discutieron sobre un posible y feliz retorno. En el sueño, de alguna manera habían solucionado aquello que los había separado y de alguna extraña forma (como suele suceder cuando soñamos) Lucila volvería y estaría ahí para siempre, o esa era su promesa. La mañana de aquel delirio, la felicidad de Aurelio le duró poco, apenas unos instantes de adormilamiento, pues la realidad y los verdaderos hechos pasados acecharon su cabeza de inmediato dándole mareo y náuseas. Su cama, sin él, estaba vacía y la puerta de su pieza completamente cerrada.


Ya para ese entonces Aurelio había reducido drásticamente sus salidas a la calle, hace semanas había desechado su trabajo en el prestigioso edificio de la calle Bolívar y ahora salía al zaguán de su casa cuando era absolutamente necesario y cuando el criado de Don Manuel, el dueño de la tienda de la esquina, le enviaba una que otra bolsa de víveres. Como es natural, algunos de los amigos y vecinos de Aurelio habían notado su ausencia, a lo que éste se excusó, mediante cartas, alegando una enfermedad de -“cansancio extremo”-. No les había mentido, pero de ninguna manera les diría la verdadera razón. Ya que cuando Aurelio caminaba por la calle, tomaba el tren o simplemente miraba por la ventana, le invadían recuerdos que muchas veces eran recuerdos sin historia, sin diálogo y sin escena. Eran objetos, personas, gestos o palabras que implantaban en él, cierta imagen mental, o pensamiento que no hubiera podido describir físicamente pero que simbólicamente tenían un nombre, ese que se había ido “ya hace tiempo”.


Esas ideas permanentes, esos “recuerdos” o reminiscencias sin argumento que le invadían al ver ciertas personas o algunos colores, inclusive lugares: ¡Cómo despreciaba aquel jardín!; le llevaron a la desesperación, a aborrecer a ciertas personas, a evitar los lugares donde antes hubiera estado a gusto y a apartar la vista con asco y enojo, por último, optó por el exilio del mundo y la reclusión del hogar. No es que en su casa no sintiera el mismo mal, pero el recurso del sueño que nunca se cumplía, aliviaba su mente y su alma; o al menos eso hacía al principio, porque como ya sabrán, su sueño se convirtió en inútil y dificultoso.


Una noche, unas semanas antes de la tarde lluviosa, la noche de las noches; un pensamiento abrumador lo invadió. Recordó con algún aliento que le gustaba la nariz de Lucila, pero no podía describirla; (si hubiese podido dibujarla), sin embargo, nunca estaba complacido. Recordó también que amaba la mirada de su mujer, pero no habría podido decir con seguridad si el café de sus ojos coincidía con los de Lucila. De alguna manera, comenzaba a olvidarla.


Esa noche tuvo un objetivo imprescindible: La soñaría. No obstante, a esas alturas, era improbable; Lucila hace algún tiempo había dejado de visitarlo por las noches, y aunque él, al despertar se engañaba, diciéndose que la había soñado pero que no lo recordaba, su realidad se había vuelto insuficiente y dolorosa. En la noche de las noches, durante su sueño, había construido un lugar, había visto fugazmente una especie de cabaña en la nieve y hasta sintió frío.


Las noches consecutivas a esa, con más trabajo y dedicación, vio niños jugando a la pelota, campos abiertos, casas antiguas donde percibió el perfume de Lucila y estrechos y largos corredores de donde salía su voz. No era común que los lugares se repitieran pero había dejado de importarle porque una noche, o quizá un día (acostumbraba a soñar también en los días), ella apareció. Había ocurrido en un espejo lunar en cuarto turquesa. Pasado algún tiempo, Aurelio podía ya entablar conversaciones con ella, tomarla de la mano y aunque le pareciera irónico, hasta habían dormido en las praderas.


Ahora su rostro, su aroma y la forma en que ella dormía (que Aurelio amaba tanto) le eran familiares y completamente suyos. Lo más importante es que ella, y todo lo que representaba, eran inolvidables. Se sentía enamorado, como por primera vez, como lo había hecho con Lucila, recordaba su voz que le llamaba en sueños y ambos vivían juntos en lugares que no le eran extraños sino hasta que despertaba.


Serían eso de la una y diez de la tarde, la fecha es inútil repetirla, pero es importante mencionar, que poco antes había llovido. Sonó el timbre de su casa y unos golpecitos lo despertaron.


Todavía un poco adormilado y con un hambre considerable, Aurelio se acercó a la puerta y la abrió sin preguntar de quién se trataba, ni tomar las precauciones que lo habían caracterizado (fue mejor así, pues lo hubiera negado). Un poco mojada y con el cabello cortado, Lucila Gaitán había regresado y estaba en el umbral de su antigua casa. Aurelio la miró y la desconoció.


 

Lluvia

A Tamia Daniela Maldonado Torres

Hace ya dos semanas he intentado dejarte,

lo digo así porque no me he descuidado,

he evitado tus lugares favoritos, los lugares que odio

y cierro los ojos cuando la línea del autobús pasa cerca de tu casa.

He llegado incluso a quedarme quietecito,

no apago mi celular porque ver tu nombre en la pantalla

como que me acelera, como que dilata mis pupilas

y enciende el ritmo de mi corazón,

-es miedo- pienso avergonzado, -es amor-

me dice un viejo que pasa despacito caminando.

Intento no hablar de ti,

de los temas que te gustan, de tus animales,

tus dibujos y tus expresiones,

pero juegas sucio conmigo, de repente, digo lo que tú dirías,

con las mismas palabras, e incluso una noche con unos amigos,

apareció tu voz; qué lo van a notar esos distraídos,

de seguro, ¡seguro se fijan en sus propios laberintos!.

Ayer me decidí irremediablemente,

sentí una fuerza, una voz infatigable y una energía incontenible.

ni quieto, ni ciego, ni callado -me dije,

salgo caminando, ojalá lo hubieras visto,

era de noche o mejor dicho, era un cuarto creciente,

de qué se reirá la luna -me pregunté.

Me caen unas gotitas de lluvia,

de alguna manera sé que eres tú, me arrodillo,

sonrío y susurrando te pregunto

-¿por qué has tardado tanto?- .

En mi celular está tu número ya marcado,

-te extraño- escribo escondiendo doce o quince líneas más.

Enviado,

llueve con más fuerza, y yo

me rio fascinado.

 

El niño y la luna


A Camila Franccesca Cárdenas Castillo


Él no lo sabe, pero morirá. Su estadía ha hecho que olvide sus anteriores muertes y ahora se siente cansado. No quiere cerrar los ojos e intenta seguir el paso que ha llevado durante años(1), pero sus piernas se rinden y le cuesta respirar, mira el orbe lunar y como al principio, un extraño sentir invade su pecho. Logra divisar una pequeña casa a lo lejos, extiende su mano, y susurra (por primera vez) como si alguien estuviera cerca.


-Estoy cerca –dice.


Mira la casa azul, mira la luna, sus estrellas y se duerme.


Como todos los héroes y villanos, como todas las personas olvidadas, él recorre el laberinto de paredes antiguas y en ruinas que se elevan apenas más que su figura. Olvidó la luz del día, la brisa del mar y los abominables espejos(2). Camina en silencio por las galerías rotas que complejizan el laberinto y es ingenuo ante los sortilegios de algún mago arquitecto. Tampoco recuerda el haber hablado alguna vez, vaga sin nombre avergonzado de perderse por paredes que podrían ser las mismas y se duerme en plazas circulares. Si usted lo viera, le parecería un niño, o la sombra de un niño, perdido en la oscuridad.


En algún corredor, una sombra que también mendigaba por los zaguanes profundos (pues el laberinto es para muchos, para todos) le refirió una esperanza, el niño no habló.


Según se sabe -dijo la sombra- existe un templo que data de la juventud de los dioses, nadie ha entrado (o nadie ha regresado), pero se dice que dentro de los divinos muros, reposa la divina luna anterior a todos y a todo, incluso anterior al laberinto; quien lograse entrar podría pedir y hacer lo que le plazca; hubiera podido secar mares, poseer infinitas riquezas, derrocar reyes y dinastías, resolver el laberinto y acaso también darse muerte; todo, ante una luz plata. Aquella sombra no quería semejante maravilla, ya había buscado por todo el laberinto, había levantado ruinas, preguntó y buscó a otros exploradores y fatigando sus pies, sospechó al templo y luna como la crueldad más grade que podía haber en ese infierno circular, acaso infinito. Era una esperanza que enloquecía, que alargaba las horas y que alegraba en una pequeña parte de lo que bien podía amargar. Lo único que en verdad existía eran las paredes, la oscuridad, algo muy parecido a la luna que siempre estaba sobre sus cabezas y luces estelares las cuales dibujaban constelaciones como cuando los hombres escriben y borran sus historias, como el viento suele llevarse los hojas.


El niño notó sangre en la púrpura vestimenta de la sombra, la quiso examinar con las manos pero la sombra se negó.


-De los falsos amigos no me duele mucho la traición –dijo escondiendo la herida- la de mi hijo, fue la que guardo y llevo como insignia cruel. Reiné en las tierras al oeste, ya lo he olvidado, quizá navegué por el mar rojo y quizá afilé mi espada con torsos bárbaros; alguna vez he pensado que tan solo el laberinto es verdad. Tengo veinte y dos heridas más, pero solo aquella del tórax me incomoda.


El niño vio bajo un breve haz de luz que la sombra púrpura era ciega y que sus dedos estaban callosos al percibir las ásperas galerías.


-A un moribundo se le oyó decir que las paredes del templo de la diosa son azules, aún en la eterna oscuridad distinguibles, pero el hombre también era ciego –dijo la sombra antes de doblar a la izquierda para no verse nunca más.


El niño continúa caminando, duda de la sombra, del laberinto y hasta de sí mismo; no se atreve a dudar de la luna. A veces la mira sonreír; como él, ella tampoco dice nada, las palabras no son necesarias cuando alguno está tan cerca, cuando lo que se tiene que decir no proviene de la garganta. Vio también el niño, a la sombra que busca a su hermano el cual amó y sacrificó por amor a un dios; la ve arrepentida, apresurada entre callejones que sólo le recuerdan su desgracia, aquel hombre antiguo no busca el templo, un dios ya le falló.


Más adelante en el camino, el niño ve la sombra del traidor, un ente que se percibe despreciado, un ser que busca sin descanso a su hermano, su redentor y de alguna forma, se busca así mismo. Se lo ve dejando monedas plateadas (que son treinta) en el camino con el fin de acordarse, la pequeña bolsa se vacía, recoge lo que muchos piensan (se equivocan) es el valor su lealtad, y toma otra galería(3). El niño no sabe cómo sentirse, no busca a nadie, más bien, no la busca en el laberinto, la busca en el cielo, donde siempre que alza a ver la encuentra, si camina (porque podría estar postrado mirando las estrellas) es porque cree posible el templo, lo imagina divino, lo intuye mágico.


Como en infinitas veces, el niño llega a una de las plazas circulares donde reposan otros de su clase, ahora hay más de los que puede recordar, ve al héroe que derrotó a criaturas bestiales en pantanos, monstros en el mar y hombres en las ciudades, éste dibuja a la familia que asesinó cuando los dioses, a los que servía, le premiaron con locura. Él ya no camina, está postrado, buscando no olvidar. Hay también flores que cumplían deseos marchitas, dioses del fuego con sus templos hechos cenizas y un hombre con alas, con las rodillas y manos ensangrentadas buscando volar. Hay una sombra que desempolva las paredes, el niño lo observa de cerca y el hombre nota compañía.


-Hace tiempo que busco una palabra -dice la sombra- la recuerdo con una “mlz”(4) nunca la he escuchado pero una vez alguna sombra la reprodujo en una de estas paredes, dijo que sonaba como un pájaro, como el viento en tu cara, ¿recuerdas el viento?


El niño quiso recordar, pero no pudo.


-La sombra que dibujó esta palabra que busco, dijo que no era palabra de hombres, que es antigua y es el nombre de aquel que se enamoró de lo imposible, aquel que subió a los cielos y aún así no pudo alcanzar lo que quería, aquel que sigue amando y sigue sin poseer. Amar, desear y poseer, son palabras que no se acercan a la que busco, van más allá o van por otro lado, son la esperanza de aquellos que buscan sin tener; por eso las sombras la consideran abominable, por eso como aquí, está borrada a arañazos, derrumbada y por eso la he olvidado. Las palabras (y su carencia) nos limitan(5), deforman la realidad, deforman el laberinto, lo complejizan y cierran la salidas.


La sombra escribe una vez más el morfema, lo mira como horrorizado, murmura algo, y lo borra.


El niño no lo ha notado, pero todavía no piensa en lo que pediría si pudiese llegar al palacio, piensa tan solo en abrir sus puertas, descansar bajo el ídolo lunar, mirarla, y perderse en sus estrellas. No lo ha notado, pero siente algo muy parecido al amor, algo indescriptible (¿quién podría describir al amor?) que lo hace caminar sin mirar para abajo; mira al otro extremo de la plaza al escritor sin una mano y su biblioteca consumida por los inquisidores, mira al inspector que se quitó la vida buscando a un inocente; y el niño sigue por un callejón idéntico a los otros por el cual, intuye, no ha pasado jamás.


En ese momento, en alguna parte del laberinto, que el niño jamás verá, empieza a caminar otro, un hombre, una doncella o una sombra, se pierde por los pasajes, mira a viles sombras y le cuesta recordar.


El niño que ha caminado tanto, gira a su izquierda por tercera vez.


Él no lo sabe, pero morirá. Su estadía ha hecho que olvide sus anteriores muertes y ahora se siente cansado. No quiere cerrar los ojos e intenta seguir el paso que ha llevado durante años, pero sus piernas se rinden y le cuesta respirar, mira el orbe lunar y como al principio, un extraño sentir invade su pecho. Logra divisar una pequeña casa a lo lejos, extiende su mano, y susurra (por primera vez) como si alguien estuviera cerca.


-Estoy cerca –dice.


Mira la casa azul, mira la luna, sus estrellas y se duerme.


1 El tiempo es cuestionable, la estadía fue incierta y no habría forma de estar remotamente cerca de calcular su sufrimiento; sabemos (por lo que cuentan) que el camino fue largo y siempre hubo oscuridad. He escuchado, de algún ciego, que tan solo pasó una noche.

2 Quizá el laberinto sea una malévola arquitectura basada en espejos, pero ¿qué luz apoyaría ese engaño? Si quiera dudar la complicidad de la luna es abominable y absurdo.

3 El tiempo nos ha hecho desconocer a esta sombra, en algunas versiones ella corre como huyendo de algo entre los corredores, en otra sus monedas son infinitas como el laberinto, en la última, está sentado en una de las esquinas proclamándose él mismo como redentor.

4 El morfema se ha expresado “mtz” por comodidad, es cierto que los símbolos son intraducibles y en otras versiones incluso son vocales.

5 La frase pertenece a Uriarte.





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