
Me llamo Joaquín Díaz Majluf, tengo 19 años y he vivido toda mi vida en Buenos Aires, Argentina. Gracias a mi abuela (librera por oficio) y mi madre (a quien he visto con un libro en la mesita de luz durante toda mi vida) supe de mi destino literario antes de lograr entender por qué los aviones pueden volar o como se arregla un foco de una lamparilla. Actualmente, estudio Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Serrucho
Alguna vez les habrá pasado también, no creo haber sido el único. Las personas tendemos a idealizar a las otras de diferentes maneras, ya sea por su atractivo, su fama, o porque alguien nos habló muy bien de ellos. Pero también hay otra rama: la cómica, la representación que labramos de una persona que hace que sea más graciosa de lo que en realidad es, ya sea a propósito o sin buscar serlo.
Yo durante mi adolescencia tuve un ejemplo muy claro de este último. Le decían “serrucho”, la primera vez que me enteré no pude contener la risa. ¿Serrucho? ¿Qué debería de hacer esa persona para que le dieran semejante apodo? Para mis juveniles quince años ese sobrenombre era lo mejor que existía, denotaba una rudeza y hombría que podía espantar a cualquiera.
Me partía solo de la risa en clase pensando en qué estaría haciendo Serrucho en ese momento, tal vez peleando con un oso, o cruzando los andes al trote, o haciendo el amor con una mujer despampanante. Esos pensamientos me hacían agrandar la imagen de Serrucho a niveles estratosféricos.
Pero mis padres me decían que no me ilusionara, que Serrucho no era lo que yo creía. En la cena les pedía por favor que me dijeran qué conocían acerca de él, pero nunca sabían qué decirme. Solamente mi padre había logrado contarme que estaba casi seguro de haber escuchado ese apodo en otro hombre, cuando él era un niño. Insistían en que no tenía ninguna característica que lo hiciera resaltar entre las otras personas del pueblo. Supongo que era bastante intenso, porque una noche durante la cena, ya cansados de mis preguntas, me dijeron donde trabajaba y que vaya a comprobar por mí mismo la realidad de la vida de Serrucho.
Solo había tres sucursales del Banco Provincial en el pueblo, la que estaba cerca de mi casa era la más grande de todas, y las otras dos eran simples salones donde normalmente se podían ver uno o dos jubilados esperando a ser atendidos. Él trabajaba en atención al público en una de estas.
Al día siguiente, ansioso por demostrarles a mis padres que tenía razón, y que Serrucho en realidad era el tipo increíble que mi cabeza concebía, me decidí a ir hacia el Banco Provincial que quedaba en la esquina de Esnaola y Beruti. Caminé durante veinte minutos hasta llegar al lugar. Cuando me encaminé hacia la puerta noté como mis manos estaban levemente sudadas ¿Por qué este tipo se había convertido en algo tan importante para mí?
Tomé valor y abrí la puerta de vidrio, dentro, como de costumbre, había pocas personas, una abuela hablando con un tipo de traje y una señora con su hijo recién nacido. Cuando entré pensé que desde el mostrador donde atienden a la gente iba a encontrar a un tipo fornido metido dentro de una camisa que a simple vista se notaba que le quedaba chica, pero nada de eso pasó. Durante unos segundos miré el salón, esperando encontrar una señal de dónde podría hallarlo, pero no pasaba nada que me hiciera ilusionar. Creí que mis padres se equivocaron al indicarme el lugar, o que justo había salido a hacer alguna cosa típica de él, o quizás era su día de franco.
Desilusionado, me di media vuelta para salir del lugar, justo cuando una voz femenina gritó “¡Serrucho! Y, al mismo tiempo que él, volví a girar para ver a quién llamaba, el corazón me latía a una velocidad impensada. Cuando volteé, también lo hizo un hombre que yo ya había notado. Estaba detrás del mostrador, era flaquito, casi parecía desnutrido, mediría un metro y sesenta centímetros, si es que llegaba a estos, y su cuerpo se movía como si no comprendiera las señales que su cerebro le daba. Pero esto no era lo peor, su cara daba a entender que lo habían pisoteado toda su vida, tenía unos ojos pequeños que se escondían detrás de unos anteojos gigantes, una nariz ganchuda que abría paso al bigote más feo que había visto en mi vida, y sus cachetes estaban rojizos, seguramente por un acné juvenil del que nunca se había terminado de recuperar, aunque probablemente ya había pasado los treinta y cinco años.
Mi cerebro se desmoronó, como si hubiese entrado en cortocircuito. Los pocos segundos que transcurrieron desde que la mujer lo había llamado para ordenar unos papeles se volvieron eternos para mí. Necesitaba salir de allí, necesitaba que alguien me dijera que era todo una broma y que en realidad Serrucho estaba cazando tigres de bengala en el sudeste asiático, pero la realidad se alzaba frente a mis ojos.
A los pocos metros de haber salido la desazón le abrió paso a una indignación furiosa, ¿A quién, en sus santos cabales, se le había ocurrido llamar Serrucho a un hombre tan estúpido, inútil, imberbe, tonto?, no había nada que hacer, el tipo al que tantas horas le dediqué en mi imaginación, no era nadie. Peor que eso, era algo, pero algo insignificante.
Esa noche las caras de mis padres hacían notar la satisfacción de haber tenido razón, si no me espetaron un “te lo dije” en el rostro era porque no me había animado a mirarlos a los ojos en toda la cena. Apenas toqué la comida, algo raro en mí, y me fui lo más rápido que pude hacia mi habitación. En cierta parte tampoco entendía por qué razón es que esto me afectaba tanto, no dejaba de ser un hombre que siempre había sido tal cual yo lo vi aquella tarde, pero algo no me permitía dejar pasar lo sucedido.
Me metí entre las sábanas e intenté conciliar el sueño, entonces fue cuando otra idea entró en mi cabeza: ¿Si no le decían Serrucho por su fuerza, o su masculinidad, por qué lo llamaban así? Esa pregunta no me dejó dormir. Al otro día tenía que ir a la escuela, pero no podía abandonar mi misión, por lo que me encaminé nuevamente hasta el Banco Provincial. El guardia de seguridad me vio con aspecto confundido, probablemente pensando qué haría un niño dos días seguidos en un banco. Durante esa mañana me dediqué solamente a quedarme sentado en una de las sillas que había para esperar a hacer los trámites, y observar. Mirar qué y cómo hacía las cosas, como trataba al resto del personal del lugar, si hablaba mucho o poco y, esencialmente, buscar una pista que me permitiera descubrir cómo es que ese apodo había llegado a él. Los clientes pasaban y yo no me movía, él tampoco. Seguía sentado detrás del mostrador, con una computadora enfrente, cada diez o quince minutos tomaba sorbos de agua, dos exactamente, uno largo y, cuando estaba por cerrarla, volvía a llevarse su cantimplora a la boca y tomaba otro más cortito. Mordía sus uñas cuando creía que nadie lo veía y una vez por hora estiraba sus brazos y bostezaba.
Era feo, se lo notaba aburrido por su trabajo y no era un espectáculo muy interesante para ver, pero no podía dejar de hacerlo. Se convirtió en una obsesión. Cada día durante tres semanas me sentaba en una silla del salón, desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. Mis padres me preguntaban por qué volvía a esas horas, y yo les decía que estaba saliendo con una chica, eso siempre evita que sigan indagando.
Ya todos habían notado mi presencia diaria en el lugar. Todos menos él. Como no causaba ningún problema, el guardia que estaba en la puerta jamás me hizo una pregunta. Llegado este punto ya sabía cómo se llamaban los empleados y cuáles eran sus horarios de almuerzo, todos me habían saludado por lo menos una vez, excepto Serrucho.
Una tarde, exactamente igual a las otras que habían transcurrido, Serrucho se levantó de su silla, me miró, y caminó directamente hacia mí. Durante un segundo sentí que eso en realidad no estaba pasando, pero cuando ya lo tuve enfrente, estuve seguro de que sabía exactamente lo que había estado haciendo.
—Buenas tardes —dijo, su voz era igual de irritante que todo en él.
—Hola —salió de mi boca apresurada, como si estuviera por vomitar.
—Noté lo que estuviste haciendo todos estos días —mi cara se puso pálida— pero no, no creas que me molesta, solo me gustaría hablar con vos.
No podía negarme, en cierta forma era lo que había estado buscando todo este tiempo. Asentí con la cabeza, mi boca estaba seca.
Salimos hacia la parte de atrás del Banco, había un pequeño patio donde estábamos solos. Apenas llegamos, empezó a hablar, como si supiera exactamente la información que yo buscaba.
—En algún momento yo fui como vos nene —me dijo, no de manera denigrante, sino más bien compadeciéndose de mí—. Cuando yo tenía más o menos tu edad me llegó el rumor de que había un tipo en el pueblo con un apodo particular, y yo me obsesioné con conocerlo. Cuando me decidí a ir a verlo por primera vez, una mezcla de decepción y rabia se apoderó de mí, y desde ese momento busqué la manera de saber por qué le habían dado ese nombre en el pueblo.
Hablaba como si estuviera dando un discurso, casi sin mirarme. Esto me envalentonó a preguntarle:
—¿Cuál era ese apodo, señ…?
— Era Serrucho nene —dijo, antes de que terminara de formular la pregunta.
Mi cara de sorpresa lo obligó a explicarse.
—Uno de esos días en los que venía a verlo, él se acercó a mí y tuvimos una charla exactamente como esta, y él, es decir Serrucho, me explicó de dónde venía su apodo, y me contó lo mismo que yo te dije recién nene —dijo mirándome a los ojos—. Por alguna razón siempre llega un niño fascinado a querer conocerme, o conocerlo, porque él también lo había tomado de otra persona cuando tenía quince años, y la anterior también. Suponemos que en algún momento, hace algunos cientos de años, Serrucho fue el hombre más poderoso de este pueblo, pero la verdad que no lo sabemos.
Mi corazón se salía de mi pecho, y él lo contaba con total naturalidad, parecía estar sacándose un peso de encima, estaba menos feo de lo común.
—En fin nene, lo que te quiero decir es que ahora Serrucho sos vos. Suerte —me dio una palmadita en el hombro y salió del Banco Provincial.
Cuando volví al salón, todavía conmocionado, un empleado que estaba a pocos metros de mi grito “¡Serrucho!”, y yo instintivamente me di vuelta. Sorprendido por mí mismo, quise ir rápido hacia mi casa, pero cada persona que me cruzaba me llamaba. “Hola, Serrucho” me gritaban desde las puertas, y los niños que miraban con asco.
Escribo esto veintisiete años después, sentado en la computadora de mi escritorio detrás del mostrador del Banco Provincial de Esnaola y Beruti, para lograr que alguna vez esto se detenga, porque hay un chico que me está vigilando hace varias semanas, y tengo un deseo irrefrenable de acercarme a charlar con él.
Historia de San Clausorio. Período Giambartolomei
Durante la primavera de 1958, en el pequeño pueblo de San Clausorio llega una noticia que no deja de impactar a la población: la sociedad sanclausoriense de amantes de los velocípedos ha otorgado a su gobernador, Roberto Giambartolomei, una bicicleta con la esperanza de que, de una vez por todas, este aprenda a usarla.
El asunto ya venía siendo tema de conversación desde que el señor había asumido su rol como gobernador del partido de San Clausorio, del que la ciudad homónima era su capital, hace poco más de un año.
Tras unas históricas elecciones en las que hubo una convocatoria como jamás se había se había visto, ya que se acercó a votar el 97% del padrón(es decir, 814 habitantes), el licenciado en ciencias políticas en la respetable Universidad Nacional de las Hermanas de la Solemnidad Silenciosa, ubicada a unos noventa kilómetros de San Clausorio, le había ganado por un abultado porcentaje del 67% contra un 33% de su rival, creador del partido político “Nacional Amistoso”, Frederico Glavinovich.
Lo que ocurría era que, desde hace un tiempo se notaba una actitud sospechosa en el respetable señor Giambartolomei. Quién había dado de qué hablar a la población al presentarse a la primera reunión de los gobernadores del partido de San Clausorio de una manera insólita: caminando.
Todos los diarios de la zona habían pedido acreditaciones para poder presenciar la histórica primera reunión del hombre que prometía devolverle el brillo a una ciudad, según él, apagada, pero que supo ser “el pulmón de la zona”, llegando a albergar 3.560 personas entre los años 1921 y 1922. Pero al verlo llegar sobre sus dos piernas y no como la tradición lo indica, no daban crédito a lo que sus cámaras tomaban.
Poco tiempo tardó en hacerse eco de este suceso. Al otro día, Glavinovich argumentó al diario “la voz del suroeste” que “es una falta de respeto a la rica historia de San Clausorio, el pueblo no debe dejar que se lo pisotee de esta manera, debemos hacer algo”.
Obviamente todos los otros gobernadores de los pueblos vecinos (Coronel Idiazabal, Seis Arroyos, Fray Juan José, Frutilla, entre otros) habían llegado como la historia prácticamente los obligaba: en bicicleta.
Desde tiempos remotos que las reuniones organizadas por el partido de San Clausorio se celebraban en la casa de gobierno que se situaba frente a la plaza principal. Y todos los gobernantes llegaban pedaleando. Nadie sabe exactamente cuando se empezó a llevar a cabo esta tradición, pero lo que estaba claro era que los ancianos contaban a sus nietos que ellos oían hablar a sus abuelos de cómo estos concurrían a la plaza en velocípedos.
Los pares del señor Giambartolomei se vieron afectados por la situación y concluyeron que la reunión no debía seguir. Uno de ellos llegó a exclamar que “sobre su cadáver se llevaría a cabo una reunión tras semejante salvajada”.
Luego de salir de la casa de gobierno, a Roberto no le quedó otra opción que explicar que al otro día, a primera hora, daría un discurso público allí mismo, pidiendo disculpas y exponiendo lo que había pasado.
Esa noche en San Clausorio ninguna persona pudo pegar un ojo, todos estaban expectantes a qué iba a decir el señor gobernador.
Al llegar el momento, Roberto Giambartolomei se paró frente al pueblo y comenzó a explicar lo que había ocurrido menos de veinticuatro horas atrás. Se excusó en que los nervios le habían jugado una mala pasada, y que se veía obligado a pedir disculpas por las circunstancias inverosímiles en las que se había encontrado. Por último, concluyó su discurso con que esa tarde la reunión se volvería a llevar a cabo, esta vez, con todas las condiciones dadas.
No se decretó feriado, pero poco importaba, todo el pueblo estaba frente a la casa de gobierno esperando a que se hiciese la hora. Efectivamente el momento llegó, y la gente exclamó triunfante cuando lo vieron doblar la esquina pedaleando sobre una hermosa bicicleta azul, que se la notaba recién salida de fábrica. Algunos, los más ancianos, llegaron a romper en llanto. Todos estaban tan satisfechos con haber sido escuchados que nadie llegó a notar las rueditas estabilizadoras que sobresalían a los costados.
Esa noche, tanto Roberto como los otros gobernantes se fueron satisfechos a su casa, confiando en que el momento más duro de su mandato acababa de pasar.
Con los meses el asunto fue perdiendo importancia y volviendo a lo que suele pasar con las tradiciones: mientras nadie las toque, a pocos le importan. Pero al rato de ocurrido este acontecimiento, el problema reapareció sin que nadie se lo esperara.
Roberto Giambartolomei, luego de un tiempo, estaba muy avergonzado por lo sucedido, decidió que esa no era manera de representar a su honorario pueblo, y se decidió a llegar a la próxima reunión sin esas malditas rueditas.
Unas pocas personas estaban en la plaza esa tarde frente a la casa de gobierno, ya sea tomando mate o cuidando a sus hijos, pero fue suficiente para que la noticia se esparciera fugazmente.
Roberto no sabía si habían sido los nervios, una piedra en el camino, o ambas cosas. Pero el hecho que en los cuarenta metros que separaban la esquina en la que siempre doblaba con la casa, cayó de su bicicleta nueve veces.
Los vecinos volvieron a ubicarlo en el ojo de la tormenta. Y en ese instante es cuando la sociedad sanclausoriense de amantes de los velocípedos toma la decisión contada al principio.
No lo podían creer, habían elegido como gobernador a la única persona del pueblo que no sabía montar en bicicleta. Nadie entendía como este detalle se le había pasado de largo a la familia Giambartolomei durante su infancia, ya que era costumbre que la plaza principal se atestara de niños todos los fines de semana, con sus padres enseñándoles a andar. Todos estaban de acuerdo en que, claro está, de haber sabido esto con antelación no lo habrían votado.
La flamante bicicleta había sido pedida especialmente desde la capital, a la mejor marca del país. Y, mediante el contacto adquirido por el mismísimo presidente de la nación, lograron contratar a Samuel Blanchard, un ciclista francés, ya pasado su momento de gloria, multicampeón en la disciplina.
El día de su llegada al pueblo fue una fiesta, cientos de personas lo esperaban en la terminal, que solo albergaba plaza para un solo micro. A verlo llegar en un pequeño Fiat 500 amarillo. La gente lo recibió como si fuera el elegido para salvar el mundo.
Tras la primera reunión con Roberto, Samuel quedó muy disgustado. Se encontraba frente a un problema que jamás había afrontado como profesor: la vergüenza. El patio de la casa del señor Bartolomei se inundaba de niños alrededor de las rejas, solamente para ver cómo Blanchard le sostenía la cadera y lo alentaba a pedalear como si fueran padre e hijo. Cuando concluyó la clase, se fue furioso directamente al hotel.
Poco sirvió la inversión que hizo el país en traer a este señor, ya que luego de la tercera lección, cuando oyó a un niño gritarle “Samuel ¿Le vas a regalar un caramelo si se porta bien?” decidió que no valía la pena perder su prestigio internacional por, según él, “un hombre que no se había preparado para el puesto que tenía”.
La decepción fue tan grande que las reuniones posteriores tuvieron que llevarse a cabo sin el gobernador. Roberto se negaba a salir de su casa. Decidió pedir que lo reemplazaran en su puesto hasta que se sintiera en condiciones de poder retomar sus actividades.
Mientras tanto, el pueblo crecía como nunca antes se lo había visto. La población no paraba de crecer, todos tenían las heladeras llenas y el turismo se disparó seis veces más de lo acostumbrado. Esto era muy a su pesar: en lo que más influía su gobierno, ya que la gente venía a verlo pedalear.
Unas semanas de paz fueron suficientes para Roberto, que necesitaba sentirse fuera del centro de atención. Se encargó de que, el día que volvía a presidir una reunión luego de un tiempo, nadie estuviera enterado, para no tener que sentir como todos lo miraban mientras llegaba.
Para sorpresa de todos, esa mañana de primavera, todos los gobernadores acudieron de la manera que se les ordenaba. Es decir, absolutamente todos, incluyendo al señor Giambartolomei. La sonrisa de oreja a oreja que mostraba era el reflejo de un hombre satisfecho con lo que había logrado, y así lo fue también para el pueblo, que esa noche montó una fiesta que hasta el día de hoy todos recuerdan.
Su mandato es de los más prósperos que indican los libros de la historia de San Clausiorio. Más allá de su inclinación política o ideológica, nadie puede negar lo feliz que fue el pueblo en ese tiempo.
Muchos años después, con el señor Giambartolomei ya retirado, se le preguntó en una entrevista para el diario del pueblo cómo había hecho para mantener a su pueblo sin ningún traspié económico o social durante cuatro años de mandato. El respondió que esa pregunta era muy simple de responder: “hay que mantenerlos ocupados pensando en otra cosa, por ejemplo, si uno sabe andar en bicicleta o no”. Y se echó a reír.
Gajes del oficio
El bar, a simple vista, no había cambiado ni en su más mínimo detalle con respecto a la noche anterior. Es más, si me fijaba bien, iba a encontrar a la misma parejita en la anteúltima mesa, que queda en diagonal al baño. Eran los mismos, ya con cara de cansados, que pocas horas antes había visto intercambiar miradas que se transformaron en el acercamiento del chico hacia la mesa donde ella estaba. “Que estúpido, todavía no la invitó a acostarse y ya amaneció” pensé, pero eso no era lo único que seguía igual. Si aguzaba un poco el oído, escucharía que aún se repetía el mismo disco que sonaba cuando yo me fui, a eso de las cuatro de la madrugada, a mi casa, que queda a unas calles de aquí. Las muchachas maquilladas y con poca ropa se habían visto reemplazadas por señoras que hacían sonar sus cucharitas mientras batían el café, y por hombres que se escondían detrás de la tapa del diario. La percepción de ese lugar me había dejado inmóvil por un momento, la silla donde siempre me sentaba era específicamente la misma, pero no lo era. Miré para abajo, ni siquiera había atinado a cambiarme, no vaya a ser cosa que él no me reconociera, aún vestía los vaqueros y la camisa violácea que mi madre me compró en uno de sus viajes a la ciudad. Ese bar, en el que ya me conocía de memoria la distribución de las mesas, los camareros y, como no podía ser de otra manera, las camareras, me hacía sentir incómodo. Nadie lo iba a notar, mi cara estaba con el mismo semblante alegre con el que me presentaba cada mañana a tomar un café, además de los sábados, en donde el lugar se transformaba en una especie de salón de baile donde todos los jóvenes acudíamos sin objeción, primero por nuestras imperiosas ganas de divertirnos, y segundo porque no hay otro lugar al que podamos ir. Ya nos conocemos todos, ya sé con quienes puedo trabar una amistad y a qué muchachos no acercarme, además de que tengo claro qué mujeres me darán el visto bueno para charlar un rato. Pero no me quiero desviar, desconcentrarme en este momento sería un grave error. Paso por la puerta principal, como siempre, y con una seña ya el camarero que habitualmente toma mi pedido sabe que le voy a ordenar un café, pero un segundo antes reflexiono, y decido esperarlo, para que pidamos al mismo tiempo. Mientras juego con una de las servilletas, me decido a recordar qué fue exactamente lo que pasó anoche:
—¿Puedo? — Me preguntó. No lo conocía, pero no me podía negar.
—Claro— respondí, haciendo una seña con la mano de que se sentara enfrente mío. Me agradeció con un gesto de cabeza.
Tal vez el alcohol me hacía verlo de diferente manera, pero lo notaba perturbado, afligido por la situación de estar con tanta gente alrededor y con la música a tan alto volumen. Más allá de eso parecía un hombre normal, estaba vestido para la ocasión y, si no se hubiera acercado a hablarme, nunca me habría volteado a verlo.
Lo observaba fijamente, como si no estuviese enfrente mío, después de unos segundos me decidí a iniciar la conversación, puesto que no lo veía a él dispuesto a hacerlo.
— ¿Qué te trae por aquí? — consulté, casi gritando, para que me oyera a pesar de la música.
Entendió perfectamente lo que le decía, y cuando estaba por abrir la boca noté un ceño de decepción en su rostro.
—Necesitaba despejarme —dijo él, dejó de mirarme a la cara y añadió— es que hoy me echaron de mi trabajo.
Convaleciente. Intentó detener el sollozo que se escapaba por su garganta, pero no lo consiguió, su llanto casi logró tapar el sonido de la música, e hizo que varias personas que teníamos cerca se dieran vuelta. Noté como se sentía avergonzado de sí mismo por llamar de esa manera la atención.
—Tranquilo, está bien, llore si necesita hacerlo —qué tontería, pero fue lo único que atiné a decir, también debo confesar que tener a un extraño sentado junto a mí que estuviera haciendo semejante número no me agradaba, pero me compadecí de él.
Seguía moqueando, pero poco a poco se logró recomponer. Lo observé nuevamente, esta vez con más curiosidad. Era alto, pero flacucho, casi rozando lo esquelético. Su cara denotaba esto mismo, unos pómulos muy marcados, aunque quedaban en segundo plano por el brillo que tenían sus ojos azules; no era específicamente feo, pero tampoco atractivo. Sus manos temblaban levemente.
No podía seguir la conversación, me había tomado por sorpresa su llanto y, como no lo conocía, tampoco tenía claro de qué manera lo podía llegar a consolar. Cuando me decidía a permanecer en silencio hasta que este extraño se decidiera a hacer algún movimiento o alejarse, habló nuevamente:
—Yo no quería —dijo, y volvió a bajar la cabeza—, no tuve que dejar que pasara…
Atinaba a llorar nuevamente cuando decidí tomar el mando de la conversación
—Espere, tal vez no sea tan malo como piensa ¿Qué tal si me cuenta y yo le doy mi opinión?
Fue lo único que se me ocurrió, antes de tenerlo gimoteando prefería que hablara. Esta idea parecía haberle gustado, se acomodó nuevamente en la silla, se arremangó las mangas de su camisa y, como si se hubiera recompuesto totalmente, me preguntó con voz firme:
— ¿Una cerveza?
—Si —me alegró su propuesta.
Con un gesto de su mano derecha logró que el mozo entendiera, a los pocos minutos estaban ambas botellas en la mesa. Dio un pequeño sorbo a la suya y comenzó a hablar.
—Nunca me gustó trabajar, pero llegó un momento de mi vida en el que ya me avergonzaba estar en mi casa y no prestar ninguna ayuda a mis padres. Siempre busqué empleo en los lugares que yo sentía menos esfuerzo iba a tener que hacer, como cafeterías vacías, recepcionista de un doctor fracasado o portero de un edificio casi deshabitado. Pero mi último trabajo, del que me echaron, fue el que más gocé en mucho tiempo, no solo por el poco esfuerzo que me llevaba hacerlo, sino porque era la primera vez que disfrutaba genuinamente lo que hacía.
Dio otro pequeño trago a la cerveza, miró alrededor para asegurarse de que nadie nos estuviera observando y se acercó un poco más hacia mí, tenía olor a humedad en su ropa.
—Me dedicaba a cuidar a gente grande, bueno, más específicamente a uno, un anciano. El trabajo me había llegado por medio de un amigo de la familia, que tenía a su abuelo solo en su casa con casi noventa años, y sentía que necesitaba que alguien lo ayudara, por lo que mis padres me postularon a mí. Al principio me negué, pensando que mi trabajo sería darle de comer papilla y limpiarle la mierda, pero me ofrecieron conocerlo. Cuando lo vi, supe que sería mi trabajo más sencillo ¡Ese hombre estaba perfectamente bien! Más allá de la mínima ayuda de un bastón, se movía a su antojo, sus gestos parecían firmes, y cuando hablaba aparentaba que su mente no había sufrido ningún achaque con los años, era increíble. Después de esa reunión me decidí a tomar el trabajo, y al otro día comencé. No solo me llevaba bien con él, sino que me permitía hacer lo que quisiese, se sentía muy seguro de poder sobrevivir a sus anchas, y yo también confiaba en eso. Era nuestro secreto, ya que, aunque disfrutaba mi compañía, también le gustaba la soledad. Recuerdo una tarde que fui a ver a unos amigos en horario de trabajo, y al volver él estaba en su mesita tomando el té, esperándome. Éramos un buen dúo, nos entendíamos, cuando él tenía ganas de hablar yo lo escuchaba, y cuando prefería estar solo me iba hacia otra habitación. Nunca le pregunté algo que él no quisiese decirme, jamás hablamos de su esposa, pero sí de sus hijos, de fútbol y hasta un poco de política, aunque tuviera ideas algo anticuadas. Así transcurrían los días, que se convirtieron en meses y luego en años.
Dimos otro trago. Le empezaba a agarrar cierta simpatía, sentía que estaba profundamente desilusionado por haber perdido su trabajo, y eso me hizo empatizar con él. Cuando volví a fijarme en sus rasgos, noté un cambio en su cara. Había pasado de estar relajada a una expresión seria, pero no era exactamente eso, lo miré nuevamente, era algo más parecido al odio.
—Con el tiempo el viejo empeoró, ya no podía dejarlo solo en toda la tarde, cada vez me llamaba para más cosas que necesitaba de mí y empecé a sentirme un ama de casa: le cocinaba, lavaba, limpiaba y estuve muy cerca de ayudarlo a ir al baño, pero mi pudor me lo impidió. Básicamente, ya no quería ese trabajo, pero la familia se había encariñado conmigo y ya no podía dejarlo.
Una mano en mi hombro me tomó por sorpresa, estaba tan ensimismado en el recuerdo que no vi cuando él entró y se dirigió hacia mi mesa. Se lo veía mejor, mucho más tranquilo que anoche. Es más, podría jurar que había ganado mínimamente tres kilos con respecto a unas horas antes, aunque esto era imposible, quizás el alcohol ayer me había jugado una mala pasada. ¡Sí! Tal vez podía ser eso, y todo lo que me relató es una mentira, ojalá fuera así. Pero cuando se sentó frente a mí, al igual que la noche anterior, supe que no había vuelta atrás, me iba a tener que hacer cargo de lo que había dicho borracho, o solo sabe Dios qué podría hacerme él si me negaba, después de lo que me había contado…
—¿Trajiste todo? —pregunté.
Mi voz sonaba temblorosa. Una pequeña sonrisa se asomó en su rostro.
—Claro que sí —respondió.
Estaba radiante, como podía ser tan estúpido, era exactamente lo que él buscaba cuando se acercó a mí. Ayer lo había visto tan destrozado, y ahora hasta pensaba que tal vez su historia fuera mentira, o no, y realmente estaba arrepentido y al hablarlo conmigo se había sacado un peso de encima. Mi cabeza daba mil vueltas.
Me mostró su bolso, allí estaba todo lo necesario para hacerlo, y debían hacerlo hoy, antes de que a un familiar se le ocurriera visitarlo. Mis manos temblaban.
Cucarachas
Mañana
Sus ojos se abrieron sobresaltados, estaba sudoroso y sentía a su corazón entre la delgada línea de estar bombeando de más o dejar de hacerlo. Medio segundo le tomó entender dónde estaba y dar un vuelco hacia el suelo, rápidamente se levantó y comenzó a revolver las sábanas del colchón para ver si había alguna, no encontró nada. Prosiguió zamarreando los cojines sobre los que hace menos de un minuto su cabeza reposaba, y obtuvo el mismo resultado. Ni en las sábanas ni en el almohadón había cucarachas.
Sus pies descalzos empezaron a caminar, obviamente en puntitas de pie, mirando todo el tiempo el suelo de cemento, esperando no encontrarse con ninguna de ellas. Los apoyaba sin hacer ruido, como si tuviese miedo de que se dieran cuenta de que ya había despertado, que era su momento de atacar. Como pudo salió de la habitación, cuando logró cerrar la puerta y el alivio se apoderó de él, se percató de que aún estaba en paños menores, insultó para sus adentros y se dispuso a abrir la puerta con el menor ruido posible. Una vez dentro, caminó lo más ligero que pudo hacia el armario donde guardaba su camisa. Antes de ponérsela la dio vuelta para asegurarse de que ninguna de ellas estuviera esperándolo dentro. Se miró al espejo, una cara todavía soñolienta le escudriñaba, pero quedó en segundo plano, observarse allí era solo una excusa para poder darle un último escaneo a la habitación antes de salir. Cautelosamente movió el picaporte y cerró la puerta.
Una vez en el pasillo el alivio volvió a ser palpable, pero solo por un momento, se dispuso a seguir teniendo el mismo cuidado. Pasó hacia el baño, donde sus mayores miedos se podían hacer realidad. Cada vez que tenía que levantar la tapa del inodoro era una pesadilla. Sus temblorosas manos se acercaron lentamente hacia la blanca porcelana, y cuando lograron aferrarse, cautelosamente empezaron a llevarla hacia arriba. Un vuelco al corazón, pero nada más, allí no había nada. Después de hacer sus necesidades se lavó las manos y la cara, siempre asegurándose de que ninguna cucaracha estuviera acechando en algún rincón. Apagó la luz y decidió que era momento de desayunar.
Caminó de manera suave hasta la cocina y una vez allí abrió la puerta violentamente, como esperando sorprenderlas, pero no percibió nada, se dispuso a hacerse el mismo café que preparaba todas las mañanas. Antes, con una cuchara se aseguró de que ninguna lo estuviera esperando dentro del tazón de café. Lo mismo hizo con la taza, aunque el proceso era más sencillo, porque estaba directamente vacía. Abrió el grifo y dejó caer el agua unos diez segundos, para confirmar que ninguna cucaracha se había quedado atascada en la cañería durante la noche. Cuando ya estaba tranquilo, se preparó el café y lo tomó allí mismo, vigilando sus alrededores, había leído que ese espacio de la casa era su lugar favorito.
Volvió nuevamente a su cuarto, seguía igual que cuando él lo había dejado, pero tenía que estar seguro. Revisó la cama, y no encontró nada. Después, mientras sacaba su uniforme del armario, volvió a asegurarse de que ninguna cucaracha lo vigilase detrás de una camisa vieja o un pantalón agujereado. Se puso el uniforme, siempre observando atentamente cada ítem del mismo: en la blanca camisa no había nada, en los pantalones tampoco ¿había revisado bien los bolsillos? Se fijó nuevamente, nada, metió cada mano en las medias y tampoco encontró nada, dio vuelta los zapatos y lo mismo. Nada.
Agarró las llaves y abrió la puerta, no sin antes darle un último vistazo a su hogar. No encontró ninguna cucaracha.
Noche
Las llaves sonaron al tocar la cerradura. Un segundo después la puerta, finalmente, se abrió. Su cabeza asomaba por el marco, expectante de algún movimiento, esperando encontrarlas. Estaba cansado, sus miembros se sentían fatigados por el arduo trabajo al que había sido encomendado ese día, pero una placidez se apoderó de él cuando puso un pie en su casa, aunque esta duró muy poco tiempo. Alerta, intentó que sus pasos fueran insonoros, para eso se había sacado los zapatos antes de entrar, con sus medias tocando el suelo, sus pies no emitían ni un ruido a cada paso que daba.
Se adentró en el baño, nuevamente el mismo miedo que se apoderaba de él cada vez que debía hacer sus necesidades. Abrió la tapa y se sentó en ella, intentó que todo se hiciera lo más rápido posible, el no poder ver qué pasaba dentro del inodoro mientras estaba sentado allí lo ponía muy nervioso. Presuroso, cerró la tapa apenas pudo. Aun en el baño, decidió que era el momento de darse una ducha. Se quitó toda su ropa. Se sentía un blanco fácil, un pensamiento intrusivo se le vino a la cabeza, quizás las cucarachas habían esperado ese momento para salir a la luz, pero después de aproximadamente dos minutos en estado de alerta, se decidió a entrar en la tina. El agua de la ducha salía tibia, como a él le gustaba, había oído una vez que tanto el agua fría como caliente eran buenas para las cucarachas, por lo que se decidió a bañarse siempre con agua tibia, pensando que aquello era lo más razonable.
Una vez terminado el baño, fue hacia su habitación. Como de costumbre, la puerta se abrió lentamente. Una vez dentro dejó la toalla sobre una silla y buscó su ropa para dormir, no sin antes sacudirla para asegurarse de que nada estuviera allí dentro.
Como si fuera un autómata, terminó de cambiarse y fue hacia la cocina a preparar la cena. Nuevamente la puerta se abrió de golpe, pero volvió a encontrar lo mismo: nada. Buscó una olla, se aseguró que no tuviera ninguna cucaracha dentro, y después de quince minutos había logrado hacer unos fideos básicos, casi sin sabor, pero así le gustaban, las harinas refinadas atraían a las cucarachas, o al menos así lo había oído alguna vez.
Se sentó a comer. Mientras su boca masticaba sus ojos no paraban de mirar a su alrededor, buscando una señal de algo que lo hiciera estremecerse, pero no ocurrió nada. Siempre cenaba rápido, como buscando alargar su tiempo en la cama, o simplemente apagar todas las luces para no poder observar más como estaba su casa. Pasó por el baño, solo para lavarse los dientes, y después se fue a su habitación. Claramente, antes de acostarse volvió a revolver las sábanas.
Miraba fijamente el techo, no podía dormir, esperaba que algún ruido lo despertase, lo hiciera saltar. Pensaba que las cucarachas estaban muy bien escondidas, y no entendía como las otras personas podían ser felices sabiendo que estas existían. O peor, porque justo a él se le ocurría vivir con ese miedo. No pudo evitar llorar durante un largo rato, hasta que finalmente se quedó dormido.
Mañana
Sus ojos se abrieron sobresaltados, estaba sudoroso y sentía a su corazón entre la delgada línea de estar bombeando de más o dejar de hacerlo. Medio segundo le tomó entender dónde estaba y dar un vuelco hacia el suelo, rápidamente se levantó y comenzó a revolver las sábanas del colchón para ver si había cucarachas, no encontró nada, prosiguió zamarreando los almohadones sobre los que hace menos de un minuto su cabeza reposaba, y obtuvo el mismo resultado. Ni en las sábanas ni en el almohadón había cucarachas.
Avenencia
Estaba igual que siempre, el frío no se hacía de notar en la estación porque justo a esa hora el sol daba de frente. Aunque luego de unos minutos la tensión ya se sentía, el reloj avanzaba y el tren seguía sin llegar. No era algo que ocurriera todo el tiempo, pero tampoco era tan extraño. Nunca anduvo bien, siempre decía que a cierta hora pasaba, y tal vez el próximo tardaba treinta minutos en acudir, lo que para un día de semana puede llegar a ser eterno. Mientras pensaba esto vi asomarse la trompa del tren. Cuando paró, me subí y me senté en uno de los asientos, del lado del pasillo. El otro estaba ocupado por un señor corpulento. Normalmente siempre hay algunas personas que uno se cruza con frecuencia en estos lugares, ya que la rutina nos termina uniendo de una manera muy rara; no hablamos, casi ni nos miramos, pero nos conocemos. Algo nos hace sentir que esa persona es igual a nosotros.
Mis reflexiones cesaron cuando vi llegar al primer vendedor ambulante al vagón, vendía lapiceras, a un precio sumamente razonable, pero preferí dejarlo pasar. No, en realidad estoy mintiendo, siempre los dejo pasar. No me generan mucha confianza los vendedores ambulantes, en el fondo supongo que será una cuestión sanitaria, pero la verdad no lo sé, siempre lo hice así.
Al cabo de una o dos paradas, no recuerdo exactamente, entra otro vendedor que logra captar mi atención, comienza a caminar y siento algo raro en él, como si lo conociera, me hace sentir que está ahí solo para que yo lo mire, que su misión desde que nació hasta ahora (que deben ser unos cincuenta años en el medio) era encontrarme a mí. Lo veía venir, cuando me di cuenta de que él no. Era ciego, pero parecía de esos ciegos por naturaleza, así nacidos y criados, sin nada que reprocharle a la vida.
Iba dejando estampitas a todos los pasajeros que había en los asientos que daban hacia el pasillo, sabía exactamente dónde estaban sus muslos para ir dejando allí el papel sin que esta pierda el equilibrio y se caiga. Él tampoco lo hacía, su paso lento anunciaba a todos los que estaban parados en el pasillo que se acercaba. Algo llamó mi atención, cuando estaba por llegar a mí empecé a comprender lo que iba a suceder, dejó una estampita a la mujer que estaba enfrente mío, pero a mí no. Entre desconcertado y furioso me quedé sin saber qué decir, me sentía un niño al que no le habían cumplido el capricho.
Cuando dio la vuelta para recoger nuevamente las estampitas, luego de haber recorrido todo el vagón, varias personas le dejaron dinero. Al acercarse enfrente mío tocó de forma leve el muslo de la señora para agarrarla, pero esta no le dio nada, directamente ni se molestó en mirarlo. Cuando empezó a darme la espalda algo me recorrió el cuerpo, sentía que aquello no podía quedar así.
—Señor— lo llamé. Esa palabra salió como si la tuviera atragantada hace mucho tiempo.
Solamente se dio vuelta y me miró, aunque no me veía, sus ojos se posaban a la altura de mi pecho. Una leve risita salió de su boca.
—Se olvidó de darme una estampita a mí— le dije.
Volvió a sonreír, esta vez con más intención, buscando que yo me percatara de eso. Su cara era particular, los ojos eran grises, su piel estaba totalmente surcada por profundas arrugas y en su boca solo quedaban unos pocos dientes que estaban cerca de pudrirse. Mientras lo miraba su cabeza hizo un leve movimiento: quería que lo siguiera. Hasta el día de hoy no entiendo por qué le hice caso, pero aun así me paré y empecé a hacer el recorrido con él, me ofrecí a llevar las estampitas, o a repartirlas, aunque se negaba con la cabeza, solo quería que mirara.
Cuando terminó el día, a eso de las once de la noche, nos sentamos a contar el dinero que había hecho. Era bastante, más de lo que yo creía hasta ese momento que se podía hacer de esa manera. Cuando terminó de ordenar los billetes agarró la mitad del fajo y me lo dio.
—No hace falta señor, enserio— me negué. La experiencia había sido algo que nunca había hecho, pero no pensaba llevarme nada a cambio más que una historia, una anécdota. Él todavía tenía el fajo en la mano y me insistía, se me acercó para decirme algo. Arrimé mi oreja a su cara, ya que no me había hablado en toda la tarde, el hecho de que quisiera decirme algo me interesaba.
Cuando quise darme cuenta tenía una aguja clavada en el iris derecho, y antes de que atinase a gritar otra se insertó en el izquierdo. Poco a poco entendí que mi alrededor se estaba apagando, pero llegué a sentir como el señor metía la mano en mi bolsillo para dejarme el fajo que me estaba ofreciendo.
—Para que compres tus estampitas— dijo con tranquilidad.
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