Antonio Campoverde
Loja, Ecuador, 1985
Es uno de los mejores narradores ecuatorianos de la actualidad. Su tercera novela: María Emilia, es de lo mejor que ha escrito, ya que en ella se ven reflejados los peores instintos humanos de abuso y poder. Llena de madurez incalculable. Narrada con maestría asombrosa, ya que en ella se enfrenta con la estética de la clase media, y trata con maestría y erudición un tema profundo y a la vez, espeluznante.
Actualmente se desempeña como director del taller literario virtual internacional “Rajatabla”. Gerente de ventas de la empresa: “Musgo (muebles de autor)”; y vicepresidente del Movimiento político en formación “Abya Yala”.
Entre sus otras obras se destacan aquellas que han sido acogidas y elogiadas por la crítica nacional e internacional, por ejemplo: Su primera novela de terror, cuyo borrador lo escribió a los 13 años. Entre sus ensayos destacan los dos tomos de “Me reniego, la biblia del nacionalismo en el Abya Yala”; Su libro de cuentos de terror: “Caricias Ocultas”, Además, su libro de relatos fantásticos: “Evolución literaria de Borges a Curimilma”; así mismo, su propio resumen de una amplia gama de libros de autoayuda, al que tituló: “Sea millonario con esfuerzo” (Todos ellos publicados en www.amazon.com); El libro de microrrelatos de terror y suspenso: “Intenciones ocultas”; y “Salto de fe” (autopublicados); Así mismo, sus novelas inéditas: “María Emilia, entre la verdad y la tristeza (segunda parte)”, “Encrucijada Digital”, y su novela subjetiva “La tragedia enmascarada”, confirman que Antonio Campoverde es un autor y narrador que merece ser tomado en cuenta por aquellos lectores que gustan de leer buenos libros.
Si García Márquez hubiera llegado a nuestro taller de literatura
Ante la conflagración del sol que se oculta durante la noche, esta incertidumbre se suspende entre el olvido y la corrosión. Sobre un escritorio café, dentro de un cuarto oscuro; escribo estas líneas acompañado apenas con la luz de dos velas.
El rescoldo de niebla de palosanto y sahumerio de iglesia, llena el ambiente con un misticismo propicio para el encierro de la razón. Así empiezo esta narración de un encuentro casual, al que creo, ningún otro se le compara.
Dudas, existen muchas; pero el encuentro no ocurrió la noche de un sábado de este año, a las siete y media de la noche.
El lejano murmullo diáfano de las cigarras del parque Itchimbía, “sualentan” el palpitar de la índole nocturna; El silencio que sucumbe al miedo de las inacabadas noches quiteñas en su Centro Histórico, no se encuentra con el concierto diáfano y tranquilo de los grillos, que desde el barrio Tola Alta se apercibe ensimismado en la ferviente memoria de la tierra.
El comprensible y extraño asunto que convocó esta reunión, hace padecer a los demás la extraña duda de que este asunto no es irreal, o, por lo menos, no del todo; lo extraño es tener yo mismo que repetírmelo varias veces para lograr entenderlo. Tengo la llana impresión de que: de haber vivido usted los recuerdos tortuosos que se generan en los confines de la sinrazón, aún estuviera retorciéndose sobre el fango dudoso de la verdad.
Es de virtuosos creer que me embarga una estupenda alegría, y hoy, más que nunca, el recordarlo de nuevo; y en el soplo del sueño ilusivo, el descubrimiento de un minúsculo vórtice del diámetro de una aguja, me permitió meter mi nariz y aspirar la fuerte fragancia única de la buena literatura: la condensada, aquella que desconoce matices.
Narraré lo que no ocurrió tal y cómo fue, sin añadir ni quitar nada de lo que considero más importante.
Puntualmente aquel día nos conectamos, confieso que estaba nervioso: y mucho. No era para menos; pero a medida que el tiempo transcurría, me iba convirtiendo en el extasiado contendor perdido de una envidia atroz, cuya vileza te permite odiar a alguien sin tener motivo alguno.
Una densa mina de humo negro se escapaba de todo mi cuerpo; yo lo veía, los otros no lo vieron: era mi rencor a aquel estilo que yo no alcanzaría. La incomodidad, como una intensa bruma, se apoderó de la sala y García Márquez puso en frente de la cámara la copia del manuscrito a máquina de “Cien años de soledad”. Un tesoro.
Algunos pasajes narró del primer capítulo. Nos hizo entender que la novela sería publicada en Argentina. De alabanzas lo colmaron al maestro, y en el alma me comprimía un enorme malestar, se constreñía porque no era yo el dueño de ellas. Es imposible no odiar a alguien que siendo apenas un par de años mayor a mí, ya había escrito una obra maestra; y como aún no la publicaba, me aprovecharía de eso.
Para ser arrogante García Márquez tenía su derecho bien ganado; pero nosotros, escritores de cuarta categoría, no habíamos hecho ningún trabajo importante y ya andábamos por todo lado secretando arrogancia de la más fina calidad: la que más hiede. Durante varios años había sido un periodista muy creativo, sus cuartillas eran como pequeños cuentos; por aquel entonces, él disfrutaba ya de los frutos de la corrección continua.
Fácilmente reconocería ahora que García Márquez era un genio, ahora que está muerto lo reconozco con mayor obstinación, como reconocemos todos los escritores a quienes nos superan y que son de la misma generación o más jóvenes.
Hablamos de varios acontecimientos reales que se pintan en la novela de diversa forma. Aquel furúnculo de envidia que hasta ahora traigo, necesitaba apenas un poco más para terminar explotándonos a todos en la cara; y la presión vino: recalcó el detalle que publicaría en Argentina porque empezaba a convertirse en un escritor internacional.
El ulular silencio me llamaba y las cigarras carcomían la noche a dentelladas fugaces y continuas. La novela entonces tenía otro nombre, que el ansia apabullada de quererlo decir, podría agregarle un drama innecesario al presente relato. Ninguno de nosotros dijo nada que guarde relación con los elementos conocidos de la obra: Le hicimos creer, a un escritor universal, que nadie lo conocía.
Es evidente la desconsiderada diferencia que existe entre el primer párrafo y el resto de la obra. Presentí que mi aguijón alacrán estaba listo para inyectarle veneno; pero el Diablo me detuvo para ofrecerme una mejor idea; por lo que decidí no hacerle sugerencia alguna, y más bien, lo apabullé entre halagos, y muy decentes halagos, para que su ego no se resintiera y, de esta manera, no terminar convirtiendo a su obra, insuperable ya de por sí, en una obra de otro mundo; porque no hay mejor elixir para convertir a un escritor en un monstruo literario, que golpearlo donde más le duele: en la obra que más le costó escribir.
Con toda seguridad le hubiera dicho que su novela traía un diamante oculto, y que podría fácilmente convertirse en “El Quijote de nuestro tiempo” como había dicho Neruda, si tan solo la reescribiese un par de veces más; Pero la envidia se desbordó infinitamente, que ya por mis poros la supuraba; y una minúscula sonrisa que nadie vio, le antecedió a la máxima exaltación que podría haberle dado cualquiera en este tiempo; Aquella lluvia de alabanzas fueron un vendaval que lo desprendieron del piso y vimos cómo se elevaba hasta el cielo de los escritores satisfechos con su trabajo. Y como maldad aún me quedaba, decidí mantenerlo en vilo, flotando entre la incertidumbre hasta que la sociedad lo reconociera; Prohibí que se mencionara siquiera, cualquier pista que revelase que a aquella obra ya la habíamos leído. Una compañera joven y bonita: de cabello liso: abundante y azabache: llegó a sentir lástima al ver cómo las dudas le carcomían el corazón, aquel pobre hombre no tenía idea del fracaso o éxito de su libro: Ese hecho todavía me conmueve.
No le explicamos siquiera algún vericueto de nuestro tiempo; ni siquiera le preguntamos cómo logró conectarse a interné; Debíamos dejar ser a García Márquez, para que pueda llegar a ser García Márquez. Entonces los talleristas rebuscaron entre sus preguntas, aquellas que descubran el intríngulis que conformaba la materia de la cual están hechos los engranajes del estilo garcíamarquiano; pero la respuesta en torno a esto, nunca salió de la boca del maestro.
Guardé entonces el papel que tenía las sugerencias, para de esta manera revolcarme a gusto en el fango de mi propia mediocridad, como si fuese un cerdo de pobre, porque un escritor pobre: ya lo soy.
Admito que alguna vez pensé que trabajar una obra de este maestro en nuestro taller, era igual que hacer una escultura de Miguel Ángel, a tamaño real, en un taller donde se retocan imágenes religiosas de yeso. Hoy, en cambio, creo que no existe deshonra alguna, al corregir el estilo de un Maestro de la Literatura Universal.
García Márquez sabía bien cómo escribía, estilo que nosotros conocemos y veneramos. La vida de un escritor es un andarivel finito de inflarse y desinflarse de ilusiones y decepciones. Francisco Candel pudo ilustrarlo mejor que cualquier otro en “Hay una juventud que aguarda”.
Y como queriendo desembarazar mi corazón de aquella mediocre emoción que lo acecha; solo a ustedes les compartiré el párrafo que contiene aquellas correcciones que le hice al texto del inicio de la novela. No lo hago por ego; repito: no es por ego, sino, para “no empantanarme en la egolatría del mal agradecido”.
Cien años de soledad
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento; el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo entonces: era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de diáfanas corrientes que se precipitaban por un lecho de piedras blancas, enormes y pulidas, como huevos prehistóricos. Tan reciente era el mundo, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que mostrarlas con el dedo. Por el mes de marzo, todos los años, una familia gitana y desarrapada; armaba su carpa en las inmediaciones de la aldea; y haciendo un gran alboroto de pitos y timbales, convocaba al pueblo para que se acercara a admirar los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades: hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba: “La octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia”. De casa en casa iba arrastrando dos lingotes imantados, y la impresión fue tal, que todos se quedaron espantados viendo cómo las pailas, los calderos, las tenazas y anafes se caían de su sitio; y se arrastraban en turbulenta bandada hasta los fierros mágicos de Melquíades. Las cosas metálicas se descolgaban de las paredes entre temblores trémulos; y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y tornillos tratando de desenclavarse. Incluso los objetos que permanecían perdidos desde hacía mucho tiempo, aparecían en los rincones donde más se los había buscado; y desfilaban en pequeños saltitos atrás de los lingotes que el gitano arrastraba.
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