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Foto del escritorNeal Moriarty

Leovanna - Quizás por última vez / Gabriel Martínez Barre



Gabriel Martínez Barre (Guayaquil, 14 de febrero de 1992). Es Ingeniero mecánico (ESPOL, 2015) y Máster Universitario en Ingeniería Mecánica (UPV, 2020). Fue uno de los ganadores del IV Certamen Literario “Orellana lee” organizado por MACCO-EP del Ecuador. También fue uno de los ganadores del Concurso “Derivas Urbanas” organizado por el Festival de Narrativa de Bahía Blanca de Argentina. Cuentos suyos están por publicarse en la antología de Mar de Tinta – Edición creativa de México. También participará en la antología que desarrollará Plétora editorial de México. Ha publicado en la Revista Literaria Pluma de Argentina y Elipsis de Colombia.



Leovanna




Me adentro en una calle que no tiene nombre porque, hasta hace unos días, no llevaba a ningún lado. Es un camino de lodo y basura. La fetidez es fuerte: tapo mi nariz y avanzo, lento, pero con convicción.


«¿Qué hace un niño solito por aquí?», preguntan unos vagabundos. Por un momento creo que me raptarán. Desisten al verme caminar. «¿Quién chucha va a dar una monedita siquiera por un pelado cojo?». Dice uno. «¡Véanlo!, si parece que hasta el viento lo tambalea». Comenta otro y se echan a reír.


Lejos, donde el suelo retoma su vigor pues no hay pueblo que lo corrompa, se alza una lona circular roja y blanca con techo azul de dos puntas. Adentro, hallo butacas vacías. Espero a que alguien aparezca.


Llega un hombre exageradamente alto y con largo bigote. Mi presencia no lo sorprende. ¿Qué puede sorprender a un hombre de circo? Me digo. Le pido que me acepte como nueva atracción, que en la escuela se burlan de mí y los pueblerinos no me quitan los ojos de encima mientras ando por la calle. El bigotón me invita a dar un paseo, salimos por la parte trasera del circo hasta un campamento. En una tienda duerme un hombre con piel de bronce. «Se llama Inca», informa el bigotón. Más allá hay una mujer de piel oscura, parece estar rezando en un idioma que desconozco. «La Mandinga», dice el bigotón. Sobre una mesa, un hombre sin brazos ni piernas come de un cuenco, ni nota mi presencia. Otro toma un pedazo de vidrio y lo mastica diez veces antes de tragar, luego me sonríe. «¿Has visto suficiente ya? Cojear no basta». Dice el bigotón. Le digo que puedo ayudar en otras cosas, recogiendo dinero o limpiando. «No, pelado, lo siento, con esa cojera tardarías el triple de tiempo que otros». Contesta.

Al notar mi pesar, el bigotón me da permiso de deambular por el lugar. Me pierdo en la mirada triste de las jirafas y elefantes, y en las manchas del tigre. De pronto, oigo un ruido debajo de una mesa. Me agacho para ver mejor. Encuentro un cuerpo peludo. Tras el pelo de la cara reconozco facciones humanas. Muestra sus colmillos. El hocico le apesta a carne cruda. Alguien se refiere a ella como «la niña lobo».


Acaricio su pelaje. De la nada sale asustada por unos gritos. Reconozco la voz de mi mamá. Su mano fuerte me agarra del pelo y me saca del circo exclamando: «¡Carajo, tienes doce años, no puedes desaparecer sin avisar!».


Al principio, mamá se rehúsa a dejarme regresar al circo, pero al ver la gran cantidad de asistentes me da permiso de ir a vender canguil y golosinas con papá.


Empiezo a cuidar a la niña lobo: separo unas monedas para comprarle carne y la peino con un cepillo. Con el tiempo le enseño unas cuantas palabras, aprende a decir «hola», «yo», «chao», «tú», y me llama «Ed», por Edmundo. Le doy un verdadero nombre: Leovanna.


La popularidad del circo aumenta, se empieza a montar el espectáculo en pueblos vecinos.


Leovanna y yo crecemos. Cuando el circo está en el pueblo salimos a pasear. Hay muchachos que nos insultan, y a veces, hasta nos lanzan lodo y piedras. No prestamos atención a esos imbéciles porque están influenciados por sus padres prejuiciosos cuyo temor les hace odiar ciegamente a lo distinto.


Un día, el bigotón, cansado ya de trabajar tanto, decide solo ser maestro de ceremonias y me pide que trabaje en el circo. Ahora llevo el inventario de los aparejos y las cuentas de la boletería. Noto que Leovanna derrocha más alegría ante el público, imagino que eso se debe a que estoy siempre viéndola.


Meses más tarde. Una noche, después de la función, un carro atropella a Leovanna. Mi rostro hace una mueca de horror al ver su cuerpo rodar hasta estrellarse con un poste. Quedo devastado. Mi tristeza es la suma del que ha perdido a una hermana humana y animal.


Hoy nos llega la noticia de que, en un circo lejano, un león le ha arrancado el brazo a una señora. Empezamos a perder popularidad. El auge del cine y del teatro terminan por sepultar el negocio.


Años pasan, me caso y tengo hijos. Una terapia erradica casi toda mi cojera. A veces veo un perro corriendo y me acuerdo de mis días en el circo y de Leovanna.

Poco a poco, los circos van recobrando audiencia.


Me gustan las caminatas. Cada vez que salgo, mi esposa bromea: «¿Vas a encontrarte contigo mismo?». Y ríe. Esta ocasión, sin darme cuenta, me detengo en una calle. «¿Se dirige al circo?». Pregunta una hombre de por aquí. «¿Va al circo como aquel muchachito?». Dice y apunta con la mano. Al mirar hacia allá, encuentro un cuerpo pequeño, va a paso lento y viste ropa vieja. Aunque no cojea, sé que el niño soy yo de otra época. No le hablo, pero hace que me pregunte a quién habría visto yo de haberme volteado, hace tanto tiempo ya, cuando iba por primera vez al circo a cruzar mi vida con la de Leovanna.



Quizás por última vez




El insomnio me tiene mal. Y si por suerte logro dormir, tengo la misma pesadilla: luces me ciegan, a mi alrededor hay llanto y gritos de horror, y no puedo moverme. Para mi consuelo, repetir estas imágenes hacen que cada vez me horrorice menos.


Otras veces la pesadilla me invade mientras camino y cuando despierto estoy en plena vereda. Hasta ahora no he molestado a nadie, pero, por mi bien y el del resto, circulo por lugares solitarios.


Voy al cementerio, entro por un acceso descuidado por los guardias. Asciendo por unos escalones y un pasillo largo me lleva hasta unos nichos. Leo los nombres y uno en especial me hace pensar algo, o, mejor dicho, recordar algo, porque tengo la certeza de que la memoria me ha traído hasta aquí. Pronuncio aquel nombre y del nicho sale un punto de luz, brilla tanto que muevo mi rostro a un lado, al volver a mirar me encuentro con alguien que conocí.

No le temo a lo que veo.

—Tú estás muerta —le digo.

—Sí.

—O sea que hay algo después de la muerte —afirmo.

—“Algo” es una palabra vaga que lo define a la perfección —comenta “ella”.

De a poco van apareciendo visitantes, llegan cargando regalos para los difuntos.

—No te preocupes…no pueden verme —dice “ella”.

Vienen a mi mente recuerdos con “ella” y otras amistades. Le pregunto por otro amigo fallecido para que se una a nuestra reunión.

—No —responde—, “él” no puede venir, se ha ido donde van las almas que no tienen nada que hacer ya en el mundo terrenal.

—¿Y tú por qué sigues acá? ¿Qué tienes que hacer? —le pregunto.

—No lo sé.

Conversamos un rato sobre lo que vivimos juntos y “ella” ríe.

—¿Puedes reír? Reír es cosa de vivos —digo.

—No tengo cuerpo, puedo ser lo que sea. Si río es para no contrariarte, pues es lo que esperas de mí. Si quisiera, podría presentarme ante ti en forma de gata blanca.

Le conté de mi insomnio y de mi vida últimamente.

—Lamento no poder ayudarte con eso. Yo de los sueños no sé nada ahora —dice—, eso es cosa de los vivos. Yo percibo el tiempo de otro modo, mi “mente” solo tiene acceso a los recuerdos de quien fui en vida y me esfuerzo por llevarlos cerca, por otra parte, no tengo futuro por lo que me es indiferente.

El tiempo pasó veloz, está por anochecer. Le digo a “ella” que debo marcharme.

—¿Nos veremos otra vez? —consulto.

—Aquí estaré si me necesitas.


Recorro el mismo trayecto por el que vine. Por las escaleras aparece una gata blanca, me aproximo para cargarla y huye de mí. Se me ocurre que el animal no quiere estar conmigo porque mi vida anda mal y mi futuro es incierto.


Recuerdo las palabras de “ella”: que los muertos nada más tienen acceso a sus recuerdos. Viene a mi mente la escena detallada del impacto entre dos autos, la luz de los faros y lámparas en mi cara y los gritos de la gente mientras mi cuerpo sangrante abandona poco a poco la vida.


Hago una prueba, contengo la respiración con ahínco: estoy dispuesto a llegar al desmayo. Nada pasa. Ya no necesito respirar.


Miro mis manos y comprendo que mi carne no es carne de verdad. Solo entonces la gata blanca se acerca y me permite levantarla en mis brazos. Ya es de noche y una bruma inusual invade el cementerio. El animal y yo nos hacemos uno con la bruma que nos lleva a modo de carruaje hacia la luna. Poco a poco nos desvanecemos y pierdo la consciencia quizás por última vez.


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